El duende y la muñeca
Decenas de preciosas muñecas de
porcelana, ataviadas con bonitos vestidos de vistosos colores, adornados con
bordados y virtuosas puntillas, descansaban rigurosamente alineadas sobre unas
raídas estanterías en la rancia fábrica de juguetes. Tal era el orden en el que
estaban expuestas, que divisadas desde una cierta perspectiva, eran lo más
parecido al disciplinado ejército de soldaditos de plomo que había frente a
ellas.
Las caritas de porcelana de
aquellas muñecas parecían copias exactas, como si hubiesen sido clonadas. Solo
sus cabellos, rubios o castaños, o los diferentes modelos de sus vestidos las
hacían diferentes. Bueno… para el duendecillo, -que muchas noches visitaba la
fábrica de juguetes- todas, todas, no eran iguales. Para él, había una, -la que
estaba situada en primera posición, en el primer estante- que era bastante más
bonita que las demás. Era su muñeca predilecta, le gustaba todo de ella, su carita,
su pelo y hasta su vestido, pero lo que más le gustaba de ella eran sus ojos,
porque eran unos ojos llenos de luz, llenos de alegría, aunque cuando los
miraba detenidamente, el duendecillo notaba que aquellos ojos preciosos, en el
fondo reflejaban algo de tristeza.
Durante las noches, el duendecillo
y la muñeca, paseaban cogidos de la mano por el interior de la fábrica de
juguetes. Se miraban, juntaban sus cabezas y sonreían demostrándose mutuamente
su felicidad. Antes del alba, la luna, con un reflejo a través de la ventana,
les avisaba que se les acababa el tiempo. La muñeca, ayudada por el
duendecillo, volvía a su estante. Una vez situada le hacía un guiño al
duendecillo y este le correspondía lanzándole un beso enamorado. Ella, la
muñeca de porcelana, se quedaba feliz y él se marchaba sonriente.
Cuentan que el duende, una noche,
entro en la fábrica sin avisar, para dar una sorpresa a su querida muñeca, y
que escondido para no ser visto por esta, observó como de forma misteriosa
surgían lágrimas de los ojos de su muñeca preferida. Lo que acababa de ver,
llevó al duendecillo a la conclusión de que, su estimada muñeca, guardaba
secretamente alguna pena en su interior.
Una noche, guiado por el
resplandor de la luna llena, el duende se dirigió a la vieja fábrica, como
tantas veces había hecho, y entró por el hueco dejado por un cristal roto, en
una de las ventanas. Como siempre, se dirigió hasta el lugar donde
habitualmente se encontraba con su estimada muñeca, -esa noche quería invitarla
a dar un paseo a lomos de un caballo de cartón- pero al llegar al lugar
encontró vacio el sitio en el estante, donde todas las noches descansaba la
muñeca. Tal fue su extrañeza que se quedó paralizado durante unos segundos,
mirando aquel lugar vacio. Fue al bajar la vista, cuando el corazón del
duendecillo se estremeció al descubrir que la muñeca, su preferida, yacía en el
suelo con su carita de porcelana, rota en varios pedazos.
Se agachó, el duende, y sin poder
contener las lágrimas, recogió con sus propias manos aquellos pedazos, luego,
después de mirarlos durante unos momentos, los acercó a sus labios y los besó
antes de dejarlos cuidadosamente de nuevo en el suelo. El duendecillo, muy
triste y sollozando se puso de pie y continuo mirando a su dulce muñeca, él
continuaba viendo en aquellos trozos de porcelana, rasgos preciosos de aquella
carita. Los parpados de la muñeca habían quedado cerrados, pero él recordaba
perfectamente la belleza de aquellos ojos, los tenía grabados en su memoria
desde que se enamoró de ellos, aún sabiendo que ocultaban alguna pena.
Trastocado por la tristeza que le
producía ver el hueco vacio, que antes ocupaba su linda muñeca, poco a poco, el
duende dejó de hacer sus visitas nocturnas a la vieja fábrica de juguetes.
Se cree que el duendecillo nunca
llegó a saber el motivo por el que aquellos ojos, siendo preciosos, tenían un
atisbo de tristeza, Dicen que la muñeca guardó fielmente el secreto, aunque una
noche estuvo a punto de revelárselo al duende, mientras los dos daban un paseo
en un cochecito de madera.
Dicen también, que desde entonces,
el duendecillo dedica sus noches a recordarla, y que le escribe poemas de amor,
y que de su faltriquera saca un rizo del cabello, de su estimada muñeca, que
cortó el día que la encontró rota en el suelo, y que lo aprieta en su mano,
entre sollozos, hasta que finalmente cae vencido por el sueño.
Nota: Días después, de acabar de
escribir este cuento, recibí una carta remitida por el duendecillo
–protagonista del cuento- en la que me decía lo siguiente:
Señor.
Los cuentos, ya sean cortos o
largos, siempre tienen el final que ustedes, que los escriben, quieren darle.
En este caso, tiene el final que a usted le ha parecido. Y yo me pregunto, y le
pregunto a usted: ¿Por qué se empeñan ustedes, los que escriben, en que
historias tan bonitas, con tanto cariño y tan llenas de ilusión, como la que
estábamos viviendo nosotros, acaben mal? Me imagino la respuesta que usted me
daría: “Una historia de amor, entre un duendecillo y una muñeca de porcelana,
nunca llegaría a culminase porque eso es algo imposible”. Quizá tenga razón,
quizá eso sea “algo imposible” pero, ¿ha pensado usted, en algún momento, en el
cariño… ha pensado usted en la ilusión, con la que los dos estábamos viviendo
esa historia? Un cariño y una ilusión que usted, que ha escrito esta historia,
nos había dado la oportunidad de vivir, de disfrutar, para después cargársela
de un plumazo, solo por el hecho de creer que es “algo imposible”. Dígame ¿lo
ha pensado?
La carta me dejó perplejo. La
carta me hizo reflexionar…
A los tres días, de haber leído la
carta…
Por la mañana, justo cuando el
duende se estaba desperezando, sonó el timbre de su pequeña casa. Preguntándose
extrañado quien podía ser quien llamara a esa hora tan temprana, se dispuso a
abrir la puerta.
Al abrir no encontró a nadie, miró
a derecha e izquierda y tampoco vio a nadie. Fue al cerrar la puerta cuando
apreció que, en el umbral de la casa, había una caja con un gran lazo,
acompañada de una sobre.
Extrañado y sin poder contener los
nervios, el duendecillo, la cogió y deshizo el lazo sin contemplación y levantó
la tapa de la misteriosa caja de un tirón. La cara del duende se llenó de luz,
de alegría, y una suave sonrisa se unió a las incontenibles lágrimas de
felicidad, al ver que el interior de la caja que acababa de recibir, contenía
su linda muñeca de porcelana, completamente restaurada, con su carita tan
preciosa como siempre. La sacó y la abrazó contra su pecho, mientras con los
ojos aún llorosos abrió el sobre y sacó la nota que contenía, y que decía:
Hola duendecillo.
Tu carta, me ha hecho llegar a la
conclusión de que, efectivamente, no hay que perder la ilusión por lo que se
desea, aunque sea, o parezca, imposible de conseguir.
Por eso, para que recuperéis la
ilusión que os quité, ahí tienes a tu querida muñeca, totalmente restaurada.
Espero que la encuentres más guapa que nunca. Ahora, duendecillo, si contemplas
detenidamente sus ojos comprobarás, que siguen siendo preciosos, pero ya no
tienen el atisbo de tristeza, que tanto te preocupaba, atisbo de tristeza que
era debido a que ella, tu muñeca preferida, sabía –aunque siempre guardo el
secreto- que vuestra historia tenía los días contados.
Hoy todo ha cambiado.