DESESPERACIÓN

Desesperación


Hoy se suma otro más. Ya son cinco, los meses de alquiler impagados. La última vez que se encontró en una situación parecida, pudo hacer frente con la venta del coche familiar. Ahora es imposible, ya no le queda nada de valor para vender. El propietario, le dio seis meses de plazo para ponerse al corriente. A lo sumo le queda un mes para quedarse sin un techo donde cobijarse…
Jaime, treinta y siete años, apoyado en el marco de la puerta de la habitación, mira desconsolado como Celia y Sergio, de cuatro y seis años, duermen en sus camas, mientras recuerda como hoy, al regresar del colegio, le han explicado que sus compañeros Sara y Abel, que también son hermanos, son sus mejores amigos porque algunas tardes, en el patio, les dan la mitad del bocadillo que llevan para merendar. Jaime hace un esfuerzo para tragar, algo tan reseco como la impotencia, sin dejar de mirarlos, aunque su vista, aparentemente, parece perdida.
Sus caritas no revelan, que la cena ha sido leve, muy leve.
A los pies de sus camas, ropas para mañana, que ayer fueron de otros y zapatos desgastados, pero limpios. En sus carteras, libros usados, con borrones en casi todas sus páginas, y lápices mordidos.
Con un gesto cansado se incorpora, despegando el hombro del marco de la puerta, y se acerca a las dos camitas, y sin poder contener un brillo húmedo en sus ojos, da un beso en cada mejilla a Celia y Sergio, siguiendo el ritual de cada noche: “Este de papá y este… de mamá”. Y en ese momento, como cada noche, se rompe y llora impotente. Y como cada noche, sale al balcón a que le dé el aire en la cara. Se apoya con los antebrazos en la baranda y como cada noche piensa…
Antes, solo unos meses antes, cuando estaba ella, la situación era muy diferente, quizá igual de humilde pero muy diferente. Jaime nunca comprendió por qué ella hizo lo que hizo, si ella era la más fuerte.
Mañana, en su agenda vacía, Jaime tiene programada la rutina diaria. Despertar a sus dos pasiones, presenciar cómo se lavan la cara y esperarlos con la toalla extendida para secarles y abrazarles. El desayuno, como la cena, ligero. Luego, los tres, camino del colegio. Un beso a Celia, otro a Sergio, y de nuevo, como ayer, y como el día de antes, y como todos los anteriores, comenzará su particular vía crucis diario, por las estaciones del desengaño, del desespero, del “No, no necesitamos”, “Deja el currículum”, “No hay trabajo”, “Mañana, estaremos como tú”. Y como cada día, regresará a su casa, con desesperanza y con la impotencia de no saber cómo se cerrará ese capítulo de su vida.
En su cabeza, a veces, -con demasiada frecuencia ya- empiezan dibujarse, de forma preocupadamente, unos horizontes tenebrosos, unas soluciones demasiado drásticas para dar el carpetazo definitivo a la situación insostenible por la que están pasando él y sus hijos, pero sobre todo sus hijos.
Su caso, su situación particular, su sufrimiento diario, no sale las portadas de los periódicos, ni en la segunda página, ni en la tercera, ni siquiera en la última. La noticia más terrible del mundo es, para Jaime, sin dudarlo ni un momento, la suya, -¿o es que hay algo más dramático, para un padre sin trabajo y sin perspectivas de encontrarlo, que ver como día a día, se hace más difícil el poder alimentar sus hijos, aunque sea de forma precaria, unos hijos que viven, sin el calor, sin la compañía, sin la protección, sin el amor tan necesario de su madre y, además, con la amenaza de la espada del desahucio, sobre sus cabezas.
Aquella noche, la luna llena, era como una inmensa lámpara ofrecida por la naturaleza. Apoyado en la baranda del balcón, miró hacia abajo y comprobó que cuatro pisos de altura, era una alzada considerable. Su cabeza empezó a acoger a uno de aquellos horizontes tenebrosos que últimamente le azotaban. Solo se trataba de subir una pierna por encima de la baranda y después únicamente lanzar el cuerpo hacía adelante y en dos o tres segundos de vuelo… !!Crack¡¡ Adiós problemas. Adiós angustias. Adiós a todo.
Fuera de sí, como hipnotizado por un malvado hipnotizador, notó, a pesar de  su estado, que pasar la pierna por encima de la baranda, le costó más de lo que él creía. Noto el frescor de la baranda de hierro, en una de sus pantorrillas. Le faltaba, ejecutar la parte más crítica, decidirse a inclinar su cuerpo hacia adelante. Se dio una tregua, antes de saltar al vacío, para contar hasta tres, el tiempo justo para respirar y tomar el impulso definitivo, que le llevaría en dos o tres segundos a la gloria o al infierno. Empezó su particular cuenta atrás, tres, dos… De pronto notó unos tirones en su pantalón, en la pierna que aún tenía dentro del balcón. Miró para ver donde se había podido enganchar el pantalón. Se quedó paralizado...
-Papá, tengo miedo –le decía Celia entre gemidos y sin dejar de tirarle del pantalón. Detrás de Celia estaba Sergio, de pie, aguantándose los pantalones del pijama con una mano y con la otra restregándose los ojos de sueño.
-Celia hace rato que llora, dice que no quiere quedarse sola. Y yo le he dicho: –siguió explicando el pequeño Sergio- Estoy yo, contigo, y también está papá, pero ella decía: ”Papá no está, papá no está” y no para de llorar y no me deja dormir…
Jaime, no comprendía nada de lo que le estaba pasando. No sabía si había saltado ya al vacío, y aquello eran alucinaciones, o en realidad eran sus hijos los que habían evitado que consumase aquella drástica solución a sus problemas… En su cabeza retumbaba sin cesar, como el eco en una cueva.
“Papá, Celia dice que tú no estás… Papá, tengo miedo… tú no estás… tengo miedo… tú no estás… tengo miedo…”