CRUZ Y RALLA

Cruz y ralla

La obra estaba llegando a su fin. Había empezado cuando un rayo de luz, venido del cielo, se adentró, lleno de amor, en el corazón de aquella muchacha, iluminando su camino y dando un vertiginoso giro a su vida. Su ingreso en la orden, fue inmediato.
Un rayo divino, -como en todas las funciones- iluminó el centro del escenario, mientras subía lentamente el telón. Aquel era último acto, de la última representación de la obra.
Con angustia miraba, los hábitos, que había dejado caer, sin ninguna delicadeza, sobre el respaldo de la silla. 
Sentada en la cama, sencilla y humilde, daba un vistazo, el último, a las cuatro paredes de aquella celda, de doce metros cuadrados, que había sido palacio y prisión, durante un buen puñado de meses.
El decorado. Un crucifijo sobre la cabecera de la cama, una mesa de madera gastada, con un solo cajón, y una pequeña lamparilla, una silla, un armario, empotrado, con puertas de rejillas y una mesita de noche.
Esa noche no leía. En la mesita de noche, la Biblia descansaba junto a un vaso de agua. Con la luz apagada disfrutaba, como lo había hecho tantas y tantas noches, del trocito de cielo que la parte más alta de la ventana le permitía ver, por el hueco que deja la persiana rota. Sonreía vagamente, pensando en la cantidad de secretos que había compartido con aquel trocito de cielo estrellado.
Sus ojos, despacio, se adaptaban a la tenue luz, de la noche, que pasaba a través del hueco de la persiana. Sin darse cuenta empezaba a transmitir, murmurando, todo aquello que pensaba. Le hablaba a él, al más grande, al creador, al Dios, a su Dios. Aquel, al que un día le entregó su alma y su vida, pero al que hoy, cargada de dudas y de incomprensiones, le reprochaba que la hubiese abandonado cuando más lo necesitaba.
- Estoy mirando estos hábitos, que ayer acepté plenamente convencida y que hoy no soy, en absoluto, merecedora de ellos. Tú, Señor, me has puesto a prueba y yo no la he superado, por tanto, no soy digna de continuar con la tarea que me encomendaste y me encomendé. Hoy, Señor, he decidido dejarlo todo.  Me voy, sí, pero con una pena imposible de explicar. Me voy con el sentimiento de haber fracasado. No, no soy digna de seguir vistiendo estos hábitos… Por eso, hoy, te digo adiós. Te digo adiós con rabia, con impotencia... Perdóname… Perdóname, Señor.
En ese momento, la actriz, con las manos en la cara ahogando su llanto, debería haber dado unos pasos, muy lentamente, hacia el fondo del escenario –en lugar de sentarse en la cama- y las luces se habrían apagado, dando por finalizada la obra, para encenderse unos segundos después, con los aplausos del público, pero, ante la extrañeza de los compañeros que estaban entre bambalinas, la actriz siguió actuando, como alargando aquella obra, ya sin guión. Parecía como poseída. Metida como nunca lo estuvo, en un papel, en “su papel”.
- Sabes, Señor, -prosiguió- que desde el primer momento me entregué, en cuerpo y alma, a tu causa. Te prometí, entre otras cosas, obediencia y cumplí… Cumplí hasta que pusiste, incomprensiblemente, ante mí una prueba absurda. Señor, si tú sabías que yo podía caer en ese pozo, por qué me hiciste pasar tan cerca de él. Por qué no me desviaste de ese camino de nieve. Por qué no me avisaste que aquello no era el paraíso, sino el infierno. Por qué me has dejado llegar hasta aquí, Señor. Por qué… Soy un ser humano, débil, muy débil, tanto que no pude resistir la curiosidad de saber, de sentir, la felicidad que aquello me podía proporcionar.
Por un momento, la voz queda ahogada en un llanto silencioso. Sin dejar de mirar el trozo de cielo, se levanta de la cama y anda, despacio, hasta la ventana.
Lleva el cabello, castaño, enredado, encima la camisa de dormir blanca, larga hasta los pies. Sólo los sollozos rompen el silencio.
Sus compañeros, atónitos tras las cortinas, se miraban unos a otros sin comprender lo que la actriz estaba haciendo, pero estaba actuando de una forma tan especial, que ninguno se atrevía a mover un dedo.
Pasado un momento, ella deja de mirar al cielo y girando sobre sí misma vuelve, despacio, hasta la cama. Mirando, con lágrimas en los ojos, al crucifijo. Deja caer su cuerpo desplomado, arrodillándose a los pies de la cama.
- Señor, por favor, ayúdame. Te necesito más que nunca. Necesito tu ayuda, tu consejo, tu guía. No me abandones. No me dejes sola en esta travesía maldita.
No puede contenerse y llora totalmente desconsolada. Estando de rodillas, deja caer la cara encima la cama. Cogiéndose la cabeza con las dos manos, como si quisiera esconderse de ella misma. Su voz va subiendo el tono, cada vez más y más.
- Por qué, Señor. Por qué me haces sentir tan mal. Por qué me niegas tu ayuda. Yo sólo busqué solución rápida a mis problemas, pero solo he conseguido que mis problemas cada vez tengan más lejos la solución.
Sus llantos pueden escucharse desde la última fila de la platea, hasta en los camerinos del teatro. Sus compañeros, se miran entre ellos, ocultos tras los cortinajes del escenario, sin comprender nada, pero absolutamente nada, de lo que está ocurriendo. La función, hacía rato que debería haber acabado, pero ella seguía…
- Si me has puesto a prueba, lo siento Señor, te he defraudado. Pero no lo tenías que haber hecho. No te quedes, ahora, de brazos cruzados, -el tono de voz se elevaba por momentos, hasta terminar a gritos- yo no soy como Jesucristo, al que permitiste que lo torturaran, a base de latigazos, mientras cargaba con la cruz, para acabar crucificado en ella, y aun así, te fue fiel. No Dios mío, yo no soy como él, pero tengo derecho a una vida digna, como tienen los demás.
Las lágrimas rodaban por su rostro, y quién sabe si también por su corazón. Las palabras, habían pasado de murmullo a gritos desesperados.
- No quiero, continuar con esta vida, Señor. No quiero continuar, escondiéndome, de todos, para ir acabando con mi vida lentamente. No quiero seguir siendo actriz, fuera de los escenarios, representando un papel totalmente falso. No tengo fuerzas para seguir interpretando una vida que no es real. Señor, creía en ti en un momento de mi vida, pero ya no, Señor. Ahora no puedo creer en alguien que, pudiendo, me niega su ayuda. Ahora, –dice entre llantos desesperados y dando, estérica, puñetazos al colchón- ahora, he perdido la fe en ti. Sola, me has dejado, Señor. Sola frente a una muerte blanca, frente a una muerte lenta.
Poco a poco, va dejando de llorar, solo se le oye gemir. Levanta la cabeza y junta las manos, como si quisiera hacer la última oración. La luz atenuada de la noche, entra por la persiana rota, iluminando el crucifijo.
El silencio, es ahora, sepulcral. Otro haz luminoso, cae sobre el hábito, encima de la silla. Muy despacio la luz es cada vez más y más débil, hasta que una oscuridad total se apodera de la habitación... del escenario…
Después de unos segundos de silencio total, aquella oscuridad y aquel silencio se rompieron de repente, por la fuerza de los vatios de luz y por los atronadores aplausos que, los espectadores desde la platea y los compañeros de la actriz, escondidos entre las cortinas, dedicaron a la actriz que acababa de interpretar la última parte, del último acto, de aquella obra, sin un guión previsto y de manera magistral.
Desde lo alto del escenario, con los cabellos en la cara, para ocultar el estado en que habían quedado sus ojos, saludó llevándose las dos manos a la boca para lanzar besos, agradeciendo al público, aquellos atronadores aplausos.
Los espectadores, puestos en pie, entre bravos y aplausos, la obligaron a salir, una y otra vez, a saludar.
De esa manera acabó la última función, de aquella obra, que se alargó más de lo normal.
Ya en su camerino, la actriz, se disponía a desmaquillarse. Se quedó durante unos segundos, inmóvil, pensativa, mirándose en el espejo que tenía en las manos. Con la mirada aún perdida, cogió su bolso y sacó de él una pequeña cajita de hojalata, que abrió. Se quedó inmovilizada, mirando el contenido…
- No me abandones, Señor. -murmuró- No me dejes sola en esta travesía maldita.
Pasados unos minutos, alguien llamó a la puerta de su camerino. Tras poner un poco de orden en sus cosas, se dirigió nerviosa a abrir la puerta.
Apareció ante ella, la directora de escena, preguntándole por el motivo, de ese final inesperado.
- En otro momento te lo explicaré. Perdóname, pero hoy estoy cansada, muy cansada.
De acuerdo, pero déjame decirte que en el último acto has estado genial, creo sinceramente, que has interpretado el papel de tu vida. El público ha salido maravillado. Felicidades. Y ahora, te dejo descansar.
Se disponía a cerrar la puerta, cuando la directora de escena hizo un gesto tocándose su propia nariz con el dedo índice, al tiempo que le decía.
Límpiate aquí, tienes algo blanco en la punta de la nariz…