LA MUCHACHA DEL TREN

La muchacha del tren

Quizá, aquella mañana, la imprevista bajada de temperatura, nos pilló a todos, un tanto desprevenidos. Aunque estrenábamos la tercera semana de octubre, todos los que estábamos en el andén, vestíamos con prendas totalmente veraniegas. Un airecillo algo más fresco de lo habitual, anunciaba que el verano estaba finalizando.
La megafonía anunció la llegada del tren que estábamos esperando. La gente empezó a aglomerarse al borde del andén, para subir los primeros y ocupar los asientos libres.
El tren llegó, paró, y abrió sus puertas. Casi sin dejar salir, a los que los que llegaban, la gente empezó a subir en estampida. Entre ellos, estaba yo. Por suerte, fui de los afortunados que encontraron asiento. Una vez situado, cuando el tren emprendía de nuevo su marcha, la señora que tenía sentada en frente, se inclinó hacia mí para preguntarme si podíamos intercambiar el asiento, ya que si viajaba de espaldas, a la marcha del tren, se mareaba. Con una sonrisa y un gesto afirmativo le hice saber que no me importaba hacer el cambio.
Colocado ya en mi nuevo asiento, saque el móvil y los auriculares y me puse a escuchar música, para hacer el viaje más ameno.
Desde mi ubicación di un vistazo a todo lo que me rodeaba. A mi derecha, el paisaje corría de atrás hacia delante, a través de la ventanilla. Sentada a mi izquierda, una señora de mediana edad, agarrada fuertemente a la maleta que llevaba, en el pasillo, junto a ella. Sentada frente a mí, estaba la señora a la que le cambie el asiento, que por cierto, ya dormitaba. A su lado un hombre joven de color. Los asientos del otro lado del pasillo, estaban ocupados por dos mujeres, a las que solo podía ver si miraba expresamente a mi izquierda, ya que estaban sentadas en la misma línea que yo. Frente a ellas, junto a la ventanilla, una muchacha joven, y a su lado, un joven de tez morena y cabello muy negro, juraría que era boliviano.
Una vez hube repasado con disimulo a mis compañeros de viaje, me detuve en la muchacha que viajaba frente a mí, pero al otro lado del pasillo, sentada junto a la ventanilla. Era joven, podía estar entre los veinticinco y los veintiocho. Clara de piel. Su cabello húmedo, -imagino que debido a la ducha de la mañana- era rubio, aunque las raíces denunciaban, injustamente, que aquel no era el color original. Vestía una camiseta negra, de manga corta y cuello de pico, con unas letras blancas en la parte delantera, que no conseguí leer en todo el trayecto. La muchacha iba sentada, con el codo derecho apoyado en el saliente de la ventanilla, y en su mano descansaba el mentón, y por tanto su cabeza, de tal forma que el dedo meñique le rozaba la comisura de los labios. Creo no equivocarme si digo que, tanto su cara, como sus ojos y sus labios iban poco, o nada, maquillados.
Me llamó la atención el tatuaje que llevaba en la parte interior de la muñeca derecha, muy cerca de la palma de la mano. Por más que lo mire, -siempre de forma discreta- no llegué a comprender el significado de aquel extraño dibujo, que bien podía ser un signo del zodiaco o unas letras chinas.
En realidad lo que más me llamó la atención de aquella muchacha, fue la forma de mirar al exterior. Su mirada se perdía, a través de los cristales, en un punto fijo del infinito. Parecía como si nada de lo que iba pasando por delante de sus ojos le interesara. Empecé a imaginar que aquella muchacha debía tener la mente ocupada por algún tema preocupante. Tan inmóvil, tan quieta, tan estática iba, que entre ella y una figura del museo de cera, no había ninguna diferencia.
De pronto, la muchacha, se movió para abrir el bolso que llevaba sobre las rodillas y sacar, de él, un teléfono móvil. Pasó un dedo por la pantalla, varias veces, hasta llegar a la pantalla correcta. Leyó algo, en ella, y sonrió levemente. Luego, sus dedos veloces escribieron algo, y después, al releerlo volvió a sonreír de nuevo. Pude comprobar, que a pesar de su rictus serio, tenía una sonrisa encantadora.
Mientras todo eso ocurría, el tren se había detenido en varias estaciones. Como es normal, los viajeros fueron bajando y subiendo al tren. En uno de esos movimientos, observé que el asiento, justo al lado de la muchacha, había quedado libre. Por un momento pensé en levantarme y sentarme a su lado y de esa manera poder entablar conversación. Una manera de romper el hielo, podía ser mi interés por el significado del tatuaje de su muñeca. Esa posibilidad se esfumó cuando un señor con corbata y maletín, se sentó a su lado, sin importarle lo más mínimo, lo que yo estaba planeando.
De nuevo, el tren estaba en marcha. La entrada en un túnel me permitió seguir observando a la muchacha a través del cristal de la ventana de mi lado, que hacía las veces de espejo.
Volví a ver a la muchacha, ensimismada, y con la mirada perdida en un punto fijo, a través de la ventana, aunque al otro lado solo había oscuridad. Por un momento deseé que, de nuevo, sonara su teléfono móvil, para ver repetida su sonrisa. A través del cristal que hacía de espejo, intenté leer, otra vez, la inscripción de su camiseta, pero las asas del bolso, que llevaba sobre las rodillas, me lo impedían. Intenté, también, estudiar de nuevo su tatuaje, pero unas pulseras de cuero, en la muñeca, tampoco me lo permitieron.
En mis oídos sonaba Nessum Dorma de la opera “Turandot”. La música me había despistado, solo por un momento, cuando de repente vi como la muchacha se levantaba de su asiento y, pidiendo permiso para pasar, al señor de corbata y maletín que estaba sentado a su lado, se dirigió a la plataforma, situándose frente a las puertas de vagón. Era evidente que estaba a punto de llegar a su destino.
Me sentí contrariado. Aquella muchacha iba a bajar en la próxima estación y casi con toda seguridad no la volvería a ver nunca más. Me quedaría sin saber en que estuvo pensando durante todo el viaje. Nunca sabría el significado del tatuaje de su muñeca. Ni siquiera podría llegar a leer el texto de letras blancas de su camiseta.
El tren hizo su parada. Se abrieron las puertas y la muchacha que tanto observe, durante el viaje, bajó en aquella estación. Seguí sus pasos a través de la ventanilla. Su encuentro con un grupo de jóvenes, devolvió a su cara la sonrisa, pero esta vez con mucha más alegría que cuando, momentos antes, leyó el mensaje de su móvil.
Un pitido, corto y repetitivo, precedió al cierre de las puertas del tren. Mientras el tren iniciaba la marcha, seguí con la vista a la muchacha que, en el andén, se iba alejando cada vez más y más, hasta que la perdí de vista. Volví la mirada hasta el asiento de la muchacha, ocupado ahora por el maletín del señor con corbata y, haciendo un esfuerzo de imaginación, me pareció verla allí sentada, todavía. Apoyada en el saliente de la ventanilla, con el gesto serio y la mirada perdida en un punto lejano. Pero lamentablemente para mí, la realidad era otra. Me había quedado solo, a pesar de ir rodeado de gente. No sabía lo que había sido pero, la muchacha del tren, me había dejado hechizado. Ya no me interesaba nada, ni siquiera la música que estaba escuchando. Me quité los auriculares y apagué el móvil. Al cabo de un rato, la megafonía del tren anunció el nombre de la próxima estación, en la que el tren pararía. Mi corazón dio un vuelco inesperado. No podía ser. No me podía explicar cómo había podido pasarme de largo de la estación donde yo tenía que haber bajado. Ahora tendría que bajar en la siguiente estación y allí tomar otro tren para volver atrás. Todo eso supuso llegar tarde a una cita, bastante importante, a la que yo personalmente había insistido en la imperiosa necesidad de ser puntuales. La llegada a la próxima estación se me hizo eterna.

Muchacha del tren. No sé si te volveré a ver alguna otra vez, posiblemente no. No obstante quisiera decirte que mientras estuviste sentada frente a mí, me hiciste el viaje muy ameno. Quizá no te diste cuenta, pero no te quité ojo de encima y la verdad es que, sin que tú lo pretendieras, me dejaste fascinado.
Tú, muchacha del tren, me enseñaste algo muy importante. De ti, aprendí que en los viajes que uno pueda hacer, a lo largo de la vida, por muy plácidos y divertidos que sean, es muy importante saber bajarse, a tiempo, en la estación adecuada.
Gracias, muchacha del tren.